[Artículo publicado originalmente en el n.º 36 de La Gatera de la Villa, (septiembre 2019) en respuesta a otro de José Manuel Castellanos publicado en el n.º 35 de la misma revista.]
Daniel Gil-Benumeya (CEMI)
Nuestro admirado José Manuel Castellanos publica en el número 35 de La Gatera de la Villa un artículo titulado “Isidro de Madrid, santo mozárabe”, en el que comienza haciéndose eco de una actividad celebrada en el Museo de San Isidro que afecta directamente al firmante de estas líneas y sobre la que nos gustaría puntualizar algunos aspectos, para comentar a continuación el fondo de las suposiciones y la hipótesis del citado artículo. Aunque no da los detalles, se refiere Castellanos a una charla organizada por el Centro de Estudios sobre Madrid Islámico (CEMI) en mayo de 2019, con ocasión de la coincidencia entre la festividad del santo y la primera semana del mes de ramadán. En la misma participaron el director del museo, la catedrática de historia medieval Cristina Segura Graíño, la investigadora de la UCM María Luisa Bueno y yo mismo como coordinador científico del CEMI. Afirma José Manuel Castellanos que en dicha charla se suscitó “una gran polémica al cuestionarse en ella de raíz —sin matización alguna y sin la prudencia que debe acompañar a toda hipótesis histórica de imposible comprobación documental— la propia figura del patrono madrileño, haciéndole campesino musulmán de origen bereber y posteriormente cristianizado. Y, al mismo tiempo, ofreciendo una visión probablemente sesgada de un Mayrit religiosa y sociológicamente puro al que se pretendía dejar huérfano de toda otra población que no fuera la estrictamente islámica”.
Isidro, el amigo de Allah
Dicha charla, en efecto, pretendía presentar la hipótesis desarrollada por Matilde Fernández Montes, y retomada por investigadoras como Cristina Segura Graíño o Leonor Zozaya,[1] sobre el carácter sincrético islamo-cristiano de la figura de san Isidro. De ahí el título Isidro, el amigo de Allah, que alude a la figura de los awliyá Allah, los “amigos” o “íntimos” de Dios en las culturas islámicas, maestros espirituales o simples personas piadosas, transmisores de enseñanzas y baraka (gracia divina), cuyas tumbas son objeto de devoción popular. La hipótesis, que no vamos a desarrollar aquí, es que Isidro tiene unas características que contrastan con los modelos de santidad vigentes en la época de su canonización, que estuvo muy ligada simbólicamente a la capitalidad de Madrid, y posee en cambio unos rasgos afines a los awliyá en cuanto, por ejemplo, a su carácter seglar, el hecho de ser un trabajador manual, su vínculo con la naturaleza o la modestia que le llevaba a ocultar sus milagros, entre otros. No se trata, desde luego, de rasgos ausentes del santoral cristiano, pero dibujan en este caso una hipótesis razonable de sincretismo de la que existen otros ejemplos tanto en la Península ibérica como en otros escenarios de contacto interreligioso. Por poner un solo ejemplo cercano a Madrid, que se sacó a colación en aquella charla, en la localidad de Villatobas (Toledo), la ermita de Santa Catalina podría prolongar en el tiempo la qubba de al-Shifá, mujer piadosa que fue madre adoptiva del emir Muhammad I, fundador de Madrid. Su tumba fue objeto de devoción popular, primero en la forma islámica de ziyarat (peregrinaciones o romerías para obtener su baraka) y después bajo la advocación de una santa católica.[2] Cuántas otras ermitas, a lo largo de la geografía española, no podrían tener un origen similar, especialmente aquellas que como la de Santa Catalina, parecen visiblemente orientadas hacia la Meca.[3] Y cuántos de estos lugares de culto popular no tendrán orígenes aún más antiguos, mantenidos a través de diferentes marcos sociales y religiosos. En el caso de Isidro, el sincretismo se refuerza por el hecho, literario o legendario, de su nacimiento en el Mayrit andalusí. Esa es la razón de que se haya sugerido incluso el vínculo con un amigo de Allah histórico, el místico Yúnus al-Azdi del que habla Ibn Bashkuwal y al que Jaime Oliver Asín llama Abén Chueco,[4] que murió en Madrid por las mismas fechas en las que el relato hagiográfico sitúa el nacimiento de Isidro.
Es cierto también que a Isidro se le atribuye ser hijo de una supuesta comunidad cristiana mozárabe de Mayrit, lo que constituye ante todo una necesidad impuesta por la propia hagiografía, pues lo contrario sería admitir el origen musulmán del santo. Pero de la existencia de esa comunidad mozárabe, por el momento, no hay prueba ninguna. De hecho el nombre algo relamido que la leyenda le asigna al santo, “Isidro de Merlo y Quintana”, no se parece en nada a la auténtica onomástica mozárabe, de la que José Manuel Castellanos proporciona algunos ejemplos para el Madrid posterior a la conquista cristiana. Esa falta de pruebas sobre la presencia cristiana en el Madrid andalusí es la que lleva a las investigadoras a atribuirle a Isidro un origen bereber, que es la única etiqueta étnica más o menos verificable en la región madrileña en la época de la fundación de la ciudad, debido a la presencia de los Banu Sálim en la Marca Media y al hecho de que el nombre del primer habitante conocido de Madrid, Ubayd Allah ibn Sálim, parezca relacionado con dicha tribu. La presencia bereber en el primer Madrid sin embargo no deja de ser una conjetura.
Sobre Isidro, como sobre la demografía del Madrid andalusí, son todo suposiciones apoyadas en muy pocos datos documentales o arqueológicos. No era intención de los organizadores de la charla Isidro, el amigo de Allah afirmar rotundamente ninguna hipótesis, ni siquiera la del sincretismo isidriano, sino sobre todo aprovechar la figura del santo y la propia confluencia entre su festividad y la celebración islámica del ramadán para animar a la reflexión sobre lo que sí constituyó un rasgo probado de nuestras sociedades medievales: la diversidad y el mestizaje cultural, religioso y humano. En definitiva, sobre aquello que, en palabras de Juan Goytisolo, constituye la esencia misma de la cultura: la mezcla, el intercambio y la transformación. El objetivo estaba muy lejos de presentar la imagen de “un Mayrit religiosa y sociológicamente puro“, como escribe José Manuel Castellanos, sino al contrario, lo que se quería era “reflexionar sobre la figura de Isidro y, a través de él, sobre la diversidad que nos constituye”, como se dijo al inicio del acto.
Aunque hoy en día no es infrecuente la exaltación gazmoña de lo diverso —la “multiculturalidad” es uno de los lugares comunes del marketing—, lo cierto es que la idea de que las identidades fijas son construcciones imaginadas y que la realidad es de por sí mucho más compleja que las etiquetas está muy lejos de estar comúnmente asumida. La historia medieval sigue narrándose en torno a las representaciones cerradas de moros y cristianos, y no digamos ya la percepción de nuestra realidad actual, en la que las identidades se presentan como si fueran algo dado, distinto e inmutable, y no una selección subjetiva sobre los muchos hilos de los que estamos tejidos. El CEMI no ha dejado de insistir, en todas y cada una de sus actividades, sobre lo desacertado de las categorías cerradas que habitualmente usamos, desde nuestro presente, para hablar de un pasado en el que las identidades se conformaban de un modo distinto y que, en el caso de Madrid, apenas vislumbramos. Inferir por ejemplo, por la presencia de la tribu bereber de los Banu Sálim en la región, que los primeros madrileños eran “bereberes”, aparte de ser una mera conjetura, no nos dice gran cosa sobre qué significaba ser “bereber” en la Marca Media un siglo y medio después de la conquista de al-Ándalus, cuando los propios miembros de los Banu Sálim llevaban varias generaciones siendo hispanos de nacimiento y, con toda probabilidad, mestizos en todos los aspectos del término. Lo mismo cabe decir de los cristianos mozárabes, a quienes la historiografía nacionalista española ha convertido en un grupo homogéneo, diferenciado y de características resistentes a la “dominación árabe” —incluso se les atribuyó un idioma propio—, cuando su realidad más bien fue de asimilación y participación en las lógicas culturales de la sociedad andalusí, como denunciaba Álvaro de Córdoba y sugiere su propia denominación de “arabizados” (musta’rab).
Como han señalado Eduardo Manzano Moreno, Alejandro García Sanjuán y otros historiadores,[5] el tratamiento que la sociedad española tributa al periodo andalusí de su historia —y que se reproduce en la enseñanza, los discursos políticos, las series de televisión presuntamente históricas y las ideas comunes— no está “normalizado” en la medida en que lo están, por ejemplo, las etapas romana o visigoda. Al-Ándalus, más que un periodo histórico, sigue en muy gran medida tratándose como un terreno simbólico de confrontación en el que se dirimen posiciones políticas del presente. La identidad nacional española se ha construido contra el islam como gran antagonista histórico, y en la actualidad los discursos sobre al-Ándalus sirven con harta frecuencia de vehículo a las posiciones sobre el llamado “choque de civilizaciones”, que asume la existencia de una rivalidad eterna entre el Occidente cristiano y el islam. Esa idea de rivalidad exige también pensar en unos y otros como realidades absolutamente discretas, separadas, incontaminadas. Un ejemplo palmario de todo esto lo tenemos en la reciente polémica sobre la retirada de un busto del califa Abderramán III en un pueblo de Aragón, motivada no por cuestiones históricas sino por el interés del nuevo equipo de gobierno municipal en marcar posiciones contra la inmigración, la diversidad cultural y los adversarios políticos. Fueron muchas las voces que recordaron entonces que Abderramán, como todos los gobernantes omeyas, era de linaje árabe pero hijo y nieto de mujeres vasconas. Un producto de la realidad híbrida de su época.
Lo que ocurrió en la charla del Museo tiene más que ver con este tipo de lugares comunes y usos políticos de la historia de al-Ándalus que con la calidad científica del acto. Un sector del público, visiblemente organizado y a todas luces ligado a alguna entidad católica, se mostró desde el inicio de la conferencia dispuesto a no permitir ningún cuestionamiento de la hagiografía establecida y acusó a los ponentes de querer “arabizar” Madrid. Una afirmación que, aparte de mostrar la confusión entre árabe e islámico tan extendida en la sociedad española, no aludía al debate historiográfico, sino a cuestiones muy de nuestro presente, como es habitual en estos casos. En aquella charla, quienes se rasgaban las vestiduras por el cuestionamiento de la leyenda del patrón de Madrid defendían como cruzados el terreno simbólico de la cristiandad frente a lo que consideraban un intolerable intento de apropiación por parte de los moros que componíamos la mesa. Algunos de ellos llegaron a declarase «mozárabes”, ante el pasmo de los demás asistentes, como si en su paroxismo antimoruno hubieran entrado en un pliegue del espacio-tiempo, y, sobre todo, mostrando ignorancia sobre el hecho de que lo mozárabe designa de por sí una condición híbrida y fronteriza que no resiste la dialéctica de moros y cristianos. Finalmente, la actitud bronca con que estas personas interpelaron a los ponentes y al público que las contrariaba hizo aconsejable dar por concluida la conferencia y se perdió la oportunidad de un debate más matizado y enriquecedor.
El “arrabal mozárabe” y la disputa en torno a los orígenes
“Por más que se fuercen los argumentos, no hay dato alguno documental o histórico que permita desmentir con rotundidad la presencia de mozárabes en el Madrid de época andalusí”, escribe José Manuel Castellanos. Estamos de acuerdo. Nada impide suponer que la ciudad de Mayrit contara con una población cristiana, teniendo en cuenta que en el momento de la fundación, el islam posiblemente no era aún la religión mayoritaria en al-Ándalus. La propia fundación atribuida a Muhammad I no excluye la existencia de un núcleo de población preexistente, aunque fuera bajo la forma de un modesto caserío, que quizás tuviera sus raíces en épocas precedentes. También es sensato pensar en una presencia judía, dada la importancia que tuvo esta comunidad como facilitadora de intercambios a uno y otro lado de la frontera. No obstante, todo esto son solo suposiciones que, por el momento, no tienen el aval de los datos documentales e históricos. Al contrario, lo que sí muestran los datos es una fundación de nueva planta, algo que también resulta perfectamente coherente con la época, y que por no haber heredado un poblamiento anterior, así como por su condición de ribat —puesto de defensa de las fronteras de la dar al-islam—, no tendría por qué haber tenido necesariamente unos moradores que no fueran musulmanes.
Las numerosas fuentes en árabe que se refieren a Madrid no hacen alusión a ninguna presencia cristiana o judía, lo que es totalmente normal porque los textos reflejan los intereses del grupo socialmente dominante. Pero tampoco lo hace la única fuente cristiana anterior a la conquista de Alfonso VI, la crónica de Sampiro, que al referirse vagamente al asalto de Ramiro II a “la ciudad que llaman Magerit” (quae dicitur Magerit), no parece mostrar ninguna familiaridad con una localización que hubiera preexistido a al-Ándalus y/o en la que existiera una presencia significativa de cristianos mozárabes. Del mismo modo, la población mozárabe que se verifica en el documento de 1118, como por cierto las de las comunidades mudéjar y judía, que aparecen nombradas por primera vez en el Fuero de 1202, pudieron ser total o parcialmente un producto de la repoblación y no tener continuidad con el Madrid anterior a la conquista. En cualquier caso, es un tema abierto a nuevos datos, y desde luego sería una magnífica noticia que se confirmara que la sociedad mayrití fue multirreligiosa, porque no haría más que ahondar en esa diversidad constituyente.
Por el momento, el único y débil indicio de poblamiento no islámico podrían ser los huesos de cerdo hallados en silos de la calle Angosta de los Mancebos y la calle del Nuncio, que revelarían una dieta no halal, o un incumplimiento de la misma.[6] Lo demás, incluida la extendida suposición del “arrabal mozárabe”, es decir, de un barrio propio y específico para los cristianos (o los judíos), tiene más que ver con las leyendas historiográficas que con los hechos. No está acreditado que las ciudades andalusíes tuvieran barrios separados por confesiones religiosas, como ocurrió con las juderías y morerías de época cristiana, o que los tuvieran durante toda su historia. Hay que tener en cuenta que los mozárabes no fueron una verdadera minoría hasta finales del siglo X, y las fuentes de la época muestran la vecindad, pared con pared, de cristianos y musulmanes e incluso la existencia de familias mixtas, por conversión al islam de una parte de sus miembros o por matrimonios de musulmán y cristiana. La idea de la separación parece revelar más bien, nuevamente, un marco epistemológico centrado en comunidades separadas e identidades cerradas, que por cierto también trataron de imponer en su tiempo los rigoristas de las distintas religiones. La propia insistencia de estos en la necesidad de la separación es la muestra de que la práctica social iba por otros derroteros: por las quejas de personajes como Álvaro de Córdoba sabemos que los mozárabes, como indica su nombre, se asimilaban más a los marcos culturales dominantes que a los antecedentes visigodos; y por las de juristas como al-Turtushi —contemporáneo de la toma de Madrid por Alfonso VI— es bien conocido el extendido sincretismo de la sociedad andalusí en torno a festividades cristianas como la Navidad y Año Nuevo, o incluso paganas como San Juan.[7]
En su forma actual, la leyenda historiográfica del “arrabal mozárabe”, heredero de un supuesto “poblado visigodo” que habría preexistido a la fundación emiral de Madrid, se debe al insigne arabista Jaime Oliver Asín en su obra clásica Historia del nombre “Madrid”. Oliver entraba así en el debate sobre los orígenes de la capital que venía desarrollándose desde los inicios del siglo anterior, cuando al redescubrimiento de las fuentes árabes que mencionaban a Madrid (todavía no la noticia de la fundación de la ciudad por Muhammad I) se unía el descrédito científico de las leyendas fundacionales creadas en la época de los Austrias para dotar a la sede de la Corte de una prosapia digna de la capital del Imperio.
En el XIX, Juan Antonio Pellicer o Ramón de Mesonero Romanos defendían el origen islámico de Madrid, a falta de pruebas en sentido contrario, frente a autores como el sacerdote Miguel Cortés y López, que afirmaba la preexistencia romana, visigoda y céltica.[8] Otros como Pascual Madoz o Amador de los Ríos mantenían las distancias y reconocían la existencia de un debate encendido sobre la materia. Debate que, con frecuencia, tenía un pie en la historia de Madrid y otro en representaciones y posiciones sobre la identidad española, menos relacionados con la historia que con las porfías políticas del momento entre liberales y conservadores.
Del mismo modo, la idea formulada por Oliver sobre la fundación de la ciudad a partir de un poblado visigodo que habría pervivido después bajo la forma de arrabal mozárabe debe ponerse en relación con las coordenadas desde las que escribía. Los años cincuenta del siglo pasado fueron los de la política de “amistad hispano-árabe” desplegada por el Franquismo en la guerra civil y en la posguerra, de la que los arabistas eran una pieza medular. El arabismo entonces se adhería a la idea de la “España musulmana”: frente a la tradición nacionalista que renegaba del periodo andalusí de la historia peninsular, el arabismo, simétricamente, abogaba por la exaltación nacionalista de al-Ándalus, exagerando sus características autóctonas “hispanas” y relativizando o minimizando las alógenas.[9] Desde ese punto de vista, resultaba coherente y conveniente que la capital de España, a la que se atribuía haber sido sede, en tiempos de al-Ándalus, de una famosa escuela astronómica y matemática (de lo que tampoco había prueba alguna), hubiera tenido su origen y apoyatura en un asentamiento de origen visigodo, situado en el vecino cerro de las Vistillas. Se afirmaba de este modo el glorioso pasado hispano-musulmán de la capital, teniendo buen cuidado de salvaguardar su origen cristiano y godo. Es más, esa duplicidad entre la medina islámica “muladí” (es decir, habitada por hispanos conversos al islam) y el arrabal “mozárabe” (habitado por hispanos no conversos), sugería Oliver Asín, podría ser el origen de la denominación plural “los Madriles”. Esta sugerente teoría, sin embargo, no tenía más sustento que el “subconsciente deseo de encontrar en todo lo andalusí un origen hispánico”, como escribía Federico Corriente.[10] Y de hecho el propio Oliver Asín se desdijo de ella poco después, afirmando la inutilidad de “hacer cábalas en busca de antecedentes ibéricos, celtas, romanos o visigodos”, porque “Madrid, como entidad de población, no es premusulmán”.[11] Aun así, la idea del “poblado visigodo” ha sido repetida hasta la saciedad por todos quienes, con posterioridad, utilizaron como referencia la obra de Oliver Asín, publicada en 1959 y reeditada en 1991 sin aparato crítico y sin incorporar, por tanto, las rectificaciones del propio autor. Incluso Matilde Fernández, en su investigación sobre los aspectos islámicos de la hagiografía de San Isidro, da por válida la preexistencia de un poblado visigodo en Madrid, apoyándose en la obra de Oliver.
La disputa en torno a los orígenes de Madrid sigue formando parte del terreno de batalla simbólico en torno a moros y cristianos, como da prueba el alborozo con el que algunos medios de comunicación recogieron hace unos años el cambio de datación de los restos de la plaza de la Armería, originalmente atribuidos al Madrid andalusí y posteriormente a época mudéjar (pues existe epigrafía en árabe). Con el corolario, de clara intención ideológica, de que Madrid, como ciudad y no como simple enclave militar, había debido de nacer ya con Alfonso VI. A ello se añadió el hallazgo de un esqueleto que, por no estar sepultado de acuerdo con el ritual islámico, fue saludado de manera entusiasta como la prueba del pasado visigodo de Madrid (aunque se trata de un enterramiento solitario) e incluso adoptado bajo el nombre de “Valentín el Visigodo” como una especie de mascota-estandarte del Madrid no moruno.[12] El contraste con el velo de silencio que existe sobre el cementerio islámico de La Latina, el más antiguo de Madrid hasta la fecha, no puede ser más elocuente.[13]
El Centro de Estudios sobre Madrid Islámico no pretende en modo alguno entrar en esa batalla para afirmar, en términos simétricos, la preeminencia mora sobre la cristiana. El CEMI se ocupa, es cierto, del legado islámico de Madrid: andalusí, mudéjar y morisco, porque ese es el marco en el que trabaja desde hace más de veinte años la Fundación de Cultura Islámica (FUNCI), de la que depende el CEMI. Ahora bien, lo “islámico” aquí debe entenderse en el sentido de unos parámetros culturales, no religiosos. Es “islámico” en el sentido en que el obispo ortodoxo libanés Georges Khodr afirmaba de sí mismo ser cristiano e islámico, que, simétricamente, es el mismo sentido en el que un musulmán puede considerarse a sí mismo europeo u “occidental”. La sociedad andalusí fue híbrida y cambiante, como lo fueron las sociedades medievales “cristianas” (también en un sentido cultural, pues contenían en sí, de mejor o peor grado, a las otras religiones reveladas), y sin duda el mejor homenaje que se puede hacer a ese legado es liberarlo de los estrechos parámetros identitarios con que ha sido construido a posteriori.
[1] Véase FERNÁNDEZ MONTES, Matilde: «Isidro, el varón de Dios, como modelo de sincretismo religioso en la Edad Media», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, tomo LIV (1), 1999, pp. 7-51; y ZOZAYA MONTES, Leonor, “Construcciones para una canonización: reflexiones sobre los lugares de memoria y de culto en honor a San Isidro Labrador”, Tiempos Modernos, 22, 2011, pp. 1-25.
[2] Así lo afirmaba la arabista Inmaculada Serrano en la conferencia “La contribución de las mujeres en la sociedad cordobesa de al-Ándalus”, celebrada en la Casa Árabe de Córdoba el 7 de junio de 2017.
[3] La ermita de Santa Catalina tiene una orientación más cercana a los 120 grados de la mezquita aljama de Madrid (que se supone construida en el momento de la fundación) que a los 105 grados constatados en época mudéjar, orientación esta última que está más acorde con los 103,96 grados de la alquibla actual.
[4] OLIVER ASÍN, Jaime: Historia del nombre «Madrid», 2.a ed., Madrid: Instituto de Cooperación con el Mundo Árabe, 1991, p. 274.
[5] Véase por ejemplo MANZANO MORENO, Eduardo: “Algunas reflexiones sobre el 711” en Awraq, n.º 3 (2011), pp. 3-20; GARCÍA SANJUÁN, Alejandro: La conquista islámica de la Península Ibérica y la tergiversación del pasado, Madrid, Marcial Pons, 2013.
[6] Véase CHAVES MONTOYA, Paloma et al., “Informe mastozoológico del yacimiento de la Calle Angosta de los Mancebos (Madrid)”, Estudios de Prehistoria y Arqueología Madrileñas, 6, 1989, págs. 157-222.
[7] Véase GARCÍA SANJUÁN, Alejandro: «La celebración de la Navidad en al-Andalus y la convivencia entre cristianos y musulmanes», en José M.ª Miura Andrades (dir.), Te cuento la navidad. Visiones y miradas sobre las fiestas de invierno, Sevilla: Aconcagua, 2011, pp. 44-46.
[8] Remito para un tratamiento ampliado de esta cuestión a GIL-BENUMEYA, Daniel: Madrid islámico, Madrid: La Librería, 2015, pp. 177-209.
[9] Véase MANZANO MORENO, Eduardo: “La creación de un esencialismo: la historia de Al-Andalus en la visión del arabismo español”, en Gonzalo Fernández Parrilla y Manuel Feria García (coords.), Orientalismo, exotismo y traducción, Toledo: UCLM, 2000, pp. 23-38.
[10]CORRIENTE, Federico: «El nombre de Madrid», en Fernando Valdés (ed.), Maŷrit: estudios de arqueología medieval madrileña, Madrid: Polifemo, 1992, p. 91.
[11] Oliver Asín, Jaime: “El Madrid árabe y el nombre de la Villa (nuevos aspectos)”, en Conferencias y apuntes inéditos, Madrid: AECI, 1996, p. 205.
[12] Véase “La historia de Madrid da un vuelco”, El País, 20/2/2011 y “Un esqueleto visigodo pone en duda el origen de Madrid”, El Mundo, 12/6/2011.
[13] Véase MURILLO FRAGERO, José Ignacio, “Registro estratigráfico de una necrópolis musulmana en la calle Toledo, 68 (Madrid). El proceso de islamización a través del ritual de enterramiento”, en Actas de las terceras jornadas de Patrimonio Arqueológico en la Comunidad de Madrid, Madrid: Comunidad de Madrid, 2009, pp. 89-98; y GIL-BENUMEYA, Daniel: “El cementerio musulmán de Madrid: la maqbara olvidada”, Madrid Histórico, 65, 2016, pp. 35-39.
Imagen de portada: El milagro del pozo (detalle), de Alonso Cano. 1638. Museo Nacional del Prado.