Madrid en la visión de los árabes románticos

Nieves Paradela Alonso

(Profesora titular del Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.)

Nota editorial: este artículo fue publicado originalmente en 2011, en el libro De Maŷrit a Madrid: Madrid y los árabes, del siglo IX al siglo XXI, ed. de Daniel Gil-Benumeya, Madrid: Casa Árabe/Lunwerg, 2011. Lo reproducimos aquí con permiso de la autora.

Exactamente 105 años separan el último viaje árabe a España puesto por escrito en el siglo XVIII —el del embajador marroquí al-Miknasi, en 1780— de la siguiente obra de viaje árabe a nuestro país, fruto de una embajada también encargada a un marroquí —Abd al-Sadiq al-Rifi—, que llegó a España en 1885 para negociar aspectos relacionados con la progresiva presencia española en el territorio marroquí.[1] La relación escrita del viaje fue realizada, sin embargo, por el secretario de la misión, Ahmad al-Kardudi[2] que es quien, con toda justeza, debe ser considerado como el autor de la obra.

Si bien el carácter dado a la visita a España y la nacionalidad de su autor parecerían confirmar una cierta continuidad con el conjunto de viajes anteriores, lo cierto es que todo lo que entretanto había sucedido en las relaciones hispanomarroquíes y en las internacionales hace que tal afirmación quede desmentida por los hechos.

Audiencia de Alfonso XII al embajador marroquí en Madrid, 22 de noviembre de 1877.

Es evidente que a partir del siglo XIX, todos los viajes árabes a Europa se desarrollarán en un contexto colonial —inexistente en el período anterior—, sin el que resultarían difícilmente entendibles. La campaña de 1859-1860 contra Marruecos abrió el paso a una lenta pero mantenida penetración española en territorio marroquí, vigilada muy de cerca por los intereses mucho más poderosos de una de las grandes potencias coloniales del momento: Francia.

La delegación marroquí que llegó a España en 1885 tenía como objetivo no declarado negociar el establecimiento de enclaves españoles en la costa atlántica marroquí, y la imagen que de España dio el texto de al-Kardudi no podía ser ya similar a la que perfilaron sus ilustres antecesores. El modelo de progreso económico e industrial que España había representado para el país vecino —y que tan bien reflejaron las obras de los viajeros del XVII y XVIII— era ya inexistente en el XIX. La mera constatación de la existencia de novedades como el teléfono y el tren no convirtieron a nuestro país en una nación digna de ser conocida en profundidad y convertida en espejo en el que mirarse. Característica esta última reservada ya desde ese tiempo a Francia.[3]

Así, en lo referido tanto a su contenido como a su calidad literaria, el texto de al-Kardudi resulta ser una obra menor en comparación con las de al-Gassani, al-Gazzal o al-Miknasi. Aunque no deje de aportar algún dato histórico de cierta importancia, como el de la presentación de credenciales ante la reina regente, María Cristina, de luto tras la reciente muerte de su marido, el rey Alfonso XII:

La sultana estaba sentada en un trono situado al lado del que había pertenecido a su marido y que se encontraba cubierto con un velo negro en alusión a su muerte. Los vestidos de ella también eran negros. A su izquierda había un grupo de mujeres, familiares de los nobles. Con las manos hicimos gestos, saludándola y, cuando llegamos al sitial en cuya parte superior se levantaba el trono del rey, comenzamos a leer el discurso que habíamos preparado para la ocasión, dándole el pésame por la muerte de su esposo. (Al-Kardudi, pág. 59.)

El sutil cambio de rumbo que ya anunciaba esta obra, se acentuará notablemente en la inmediata posterior, esto es, en un nuevo libro árabe de viaje publicado poco después del recorrido español de su autor en 1887. Se trataba de Ali al-Wardani, enviado por el sultán otomano Abdülhamit para preparar un listado lo más exhaustivo posible de manuscritos árabes conservados en varias bibliotecas españolas.[4]

Podría argüirse, con razón, que la preocupación por el rico legado árabe medieval representado en las obras manuscritas vinculaba de nuevo este viaje con los del los embajadores marroquíes anteriores. Pero tal apreciación no es del todo correcta, porque el interés que guiaba la misión de al-Wardani tenía más de política cultural —en la acepción actual de tal expresión— que de una voluntad casi medieval de «rescatar» obras musulmanas depositadas en territorio cristiano, que fue el sentido que quisieron dar los embajadores marroquíes a su intención de llevarse los manuscritos. Con la acción encomendada al tunecino, Estambul pretendía atraerse al elemento árabe de su imperio, en una época en la que el nacionalismo árabe —aún sin expresas reivindicaciones políticas— comenzaba a representar una cierta amenaza para el centralismo otomano, tan cuestionado desde múltiples frentes.

Otra cuestión, anecdótica en apariencia, aunque de no poco calado, tiene que ver con la procedencia del viajero. Ali al-Wardani no sólo rompe la total preponderancia marroquí en el viaje árabe hasta entonces, sino que inaugura un progresivo desplazamiento hacia el Oriente como foco productor de los futuros viajeros árabes. Los marroquíes desaparecen sorprendentemente de escena, y tras al-Wardani (tunecino, sí, aunque enviado otomano), todos los nuevos viajeros procederán de la zona oriental del mundo árabe. ¿Mera casualidad? En absoluto. Se trata de una cuestión relacionada directamente con la adscripción ideológica de los viajeros y, en consecuencia, con su interés en visitar España. Se tratase de egipcios, sirios o libaneses, los nuevos viajeros fueron hombres imbuidos de la idea nacionalista árabe —panarabistas, dicho de otro modo— para los que venir a España significó sobre toda otra cosa rememorar el Andalus histórico acontecido en estas tierras, recorrer sus ciudades más representativas (Córdoba, Sevilla y Granada) y visitar sus más famosos monumentos árabes: la mezquita cordobesa, la Giralda sevillana, pero sobre todo la Alhambra, el edificio árabe más querido por ellos.

Shakib Arslan en la Mezquita de Córdoba (años 30).

El interés por España —por la España real, la contemporánea a ellos— quedaba así ensombrecido ante el que prestaron al Andalus histórico, desaparecido en el tiempo, sí, pero revivido en su recuerdo como parte fundamental de su ideario nacionalista. El mito de la edad dorada, tan central en todas las ideologías nacionalistas —la árabe incluida, por supuesto— encontró en el Andalus recordado por los viajeros su perfecta ejemplificación. Un Andalus que se mitificaba dentro de estas coordenadas culturales nacionalistas, mostrándose como ejemplo magnífico de progreso y avance, pero también como triste lección de la aniquilación de un mundo que fue perdiendo poco a poco su relevancia y su unidad interna, hasta ser final y definitivamente vencido por los más pujantes reinos cristianos del norte. Y la Alhambra representaba ese lugar concreto y a la vez metafórico desde donde decirlo a los futuros lectores de sus obras, quienes recogerían sin dudarlo el mensaje que con ello querían transmitir los autores. Se entiende así, sin necesidad de mayor explicación, la razón por la que muchos de ellos rotularon sus obras con el nombre de al-Andalus o el adjetivo andalusí, en vez de con el de España o español.[5] El objetivo del viaje quedaba señalado ya desde la misma portada de los libros.

Es en este sentido, en el que la adjetivación de románticos resulta pertinente a los nuevos viajeros árabes a España. Ideario romántico que también se manifiesta en la clara aceptación de la noción de espíritu de pueblo —Volkgeist— que tan notablemente se percibe en muchas de estas obras. Cuando al-Wardani asista a la preceptiva corrida de toros en Madrid, ya no se contentará con criticar el sangriento espectáculo y expresar su disgusto ante él, sino que, relacionando el festejo con el carácter del pueblo español, efectuará una clara vinculación entre uno y otro:

El hábito que tienen de contemplar tal derramamiento de sangre ha influido en su carácter vehemente y encendido, pero también ha provocado en ellos indiferencia y dejadez hacia las cosas importantes. (Al-Wardani, pág. 48.)

Aunque también otros viajeros destacaron otras características nacionales o locales más positivas (en apariencia):

Los españoles son simpáticos, apacibles y cuando conversan tienen siempre una sonrisa en los labios: No he visto en todos los caracteres nacionales que he examinado, un pueblo tan satisfecho, tan inclinado a la juerga y a la diversión como el madrileño. (Kurayyim, pág. 61.)

Lo que leemos en la obra del destacado político e intelectual libanés Shakib Arslan es mucho más preciso:

Aquí [en España] hay un pueblo de fuerte orgullo, independiente, que no se parece a ningún otro. […] La estirpe aria es la predominante en la zona noroccidental de España y por eso sus gentes tienen cuerpos más fuertes y músculos más recios. Entre ellos están los castellanos, quienes se consideran a sí mismos los libertadores del país. Son arrogantes y puntillosos, y, como ellos, los aragoneses y los murcianos. Los catalanes son gente de industria y muy trabajadores y no difieren mucho de los habitantes de la región meridional francesa del Languedoc, que son vecinos suyos. Los andaluces son inteligentes, hermosos, alegres y amantes del lujo. Esto se debe a que descienden de los árabes o de los que se mezclaron con ellos. (Arslan, vol. I, pág. 26.)[6]

«Moros de Mindanao» en la Exposición Colonial de Filipinas (Madrid, 1887). Foto de Fernando Debas.

Casi todos los viajeros de este segundo momento llegaron a nuestro país procedentes de Francia, pues muchos de ellos aprovecharon estancias previas en ciertos países europeos —por razones políticas o culturales— para completar su periplo con la preceptiva «visita a al-Andalus». Ésta es otra de las marcas diferenciadoras con el período anterior: la orientación sur-norte del itinerario queda sustituida por la norte-sur, circunstancia que otorgará al nuevo viaje una especial y determinante dimensión. Ya se ha mencionado antes que la gran mayoría de los viajeros eran hombres muy destacados en la vida política y cultural (o en ambas) de sus respectivos países. Todos ellos al llegar a España sabían que visitaban un país europeo (nada de ensoñaciones con un pretendido carácter africano de España, por más que alguna efusión lírica aflorase de vez en cuando), pero que era muy distinto de las grandes naciones europeas, casi todas conocidas por ellos. España era más pobre, más atrasada culturalmente, menos monumental que Francia, Gran Bretaña o Alemania. Lo que vieron con sus propios ojos vino a confirmar lo que tantas lecturas previas de autores europeos (franceses sobre todo) les había hecho imaginar. Sin duda, la visión española de estos nuevos árabes —cultos, cosmopolitas, políglotas— fue en parte una visión inducida, pero al fin aceptada de buen grado por ellos, en la medida en que la constatación del atraso económico y social español con respecto a Europa les permitía enfatizar el contraste entre el esplendoroso ayer de al-Andalus y la triste realidad actual de la nación heredera de quienes lo derrotaron.

Madrid será visitada prácticamente por todos los viajeros. No sólo por ser la capital del país, sino también por su carácter de punto obligado de partida para el anhelado viaje al sur. El reflejo que de ella encontramos en los libros es el de ser una ciudad desarrollada urbanísticamente, aunque sin comparación posible con París o Londres. Todavía en el siglo XIX, los dos viajeros no marroquíes —al-Wardani y el egipcio Ahmad Zaki— tuvieron ocasión de visitar sendas exposiciones importantes que se inauguraron en el tiempo de su estancia madrileña. Al-Wardani visitó la Exposición Colonial de Filipinas (inaugurada el 30 de junio de 1887), cuyo pabellón central era el Palacio de la Minería (el actual Palacio de Velázquez, en el Retiro). Su estatus oficial, que le hizo recorrer la ciudad en compañía del embajador otomano y del traductor oficial de la legación, le facilitaría en gran medida los contactos, y el día de su visita a la exposición conversó allí con los ministros de Exteriores y de Colonias, y con Emilio Castelar (monsieur Castelar, como lo nombra), de quien presentó luego un ajustado perfil, destacando su ideología republicana y su famosa oratoria. El viajero tunecino trató de visitar el Palacio de Cristal —que iba a ser el invernadero para las plantas procedentes de Filipinas—, pero aún estaba en construcción y no le fue posible.

Ahmad Zaki, por su parte, tuvo ocasión de recorrer algunos pabellones de la Exposición Hispano Europea, inaugurada en 1892 con ocasión del IV centenario del descubrimiento de América:

Muy a menudo fui a visitar la Exposición Hispano Europea que festejaba a Cristóbal Colón, y ello por ver muchos de los restos árabes que llenaban el alma de orgullo y el corazón de tristeza. Contemplé allí un estandarte árabe muy similar al de Burgos y otra bandera que los españoles tomaron a los árabes. También vi, en la sección de artillería, los cañones que antes que ellos habían inventado los granadinos para combatir a sus enemigos […]. (Zaki, pág. 349.)

Exposición Histórico-Europea (1892) en el recién construido Palacio de Biblioteca y Museos de Madrid. Vista de una sala.

Resulta curioso que ninguno de los dos viajeros hiciera consideración alguna sobre el colonialismo español —fuese el dirigido hacia Filipinas o hacia América— y que Zaki sólo vinculase lo observado en los pabellones con la pérdida de al-Andalus, atribuyendo de forma inconsciente y ahistórica a España el papel de país colonizador de al-Andalus. Otra constatación más de cómo ese Andalus no dejó nunca de guiar la percepción española de estos viajeros árabes románticos.

Las descripciones sobre Madrid oscilan entre su consideración de ciudad moderna, ma non troppo, en su urbanismo, y el atraso perceptible en lo social y en los servicios:

Los caminos son amplios, están empedrados y su anchura oscila grandemente, pues puedes ver una calle que de lado a lado tiene treinta metros y que luego termina en otra por la que apenas puede circular un coche. Todas están iluminadas con gas y no hay ningún vestigio árabe. Sus gentes son muy acogedoras y amables con los extranjeros, pero hay muchos pobres que cuando encuentran a una persona foránea la rodean y le impiden caminar. (Al-Wardani, pág. 41.)

La ciudad en sí es agradable, aunque no se parece a otras capitales europeas. […] Sólo un día o dos bastan para visitarla ya que no tiene restos antiguos ni iglesias que merezcan el interés del extranjero. (Farid, pág. 15.)

Antes de visitarla creía que era una ciudad sencilla, sin nada de valor concerniente a la civilización moderna. Sin embargo, luego comprobaría que sus barrios modernos con sus edificios, sus locales comerciales, sus grandes hoteles, sus paseos y sus maravillosos cafés la convierten en una de las mejores ciudades europeas. (Al-Batanuni, pág. 18.)

Me puse de inmediato a recorrer sus calles principales y vi una ciudad moderna y tranquila. Las calles están limpias y empedradas, y en las asfaltadas se concentran gentes y vehículos. Tiene tranvías y todo tipo de transportes modernos. Incluso metro. (Farruj, pág. 30.)

Pero este mismo viajero, que describía así el Madrid de 1930, realizó, tras su estancia en Andalucía, una muy severa crítica al nivel económico de la región:

Hablo de paraísos, de palacios, de tesoros… entonces, ¿qué es esta tremenda pobreza que inunda a la España de hoy? No debemos dejarnos engañar por los grandes edificios de Madrid, puesto que no son producto de la tierra española sino que, en su mayor parte, proceden del oro de América. Llegué a entender cómo los árabes, gracias a su buena administración, pudieron convertir a este país en un paraíso, levantando aquellos milagros artísticos, pero no comprendí la causa de esta enorme pobreza, de esta gran miseria que tiene a Andalucía llena de mendigos e indigentes. (Farruj, pág. 52.)

Muy frecuentemente, y éste será rasgo compartido con muchos otros viajeros no árabes, la crítica va dirigida hacia la impuntualidad y la lentitud de los trenes españoles:

Fui a la estación del Mediodía, que era la puerta hacia Andalucía y que por ello era una estación pobrísima, nada apropiada para una ciudad como Madrid. Desde allí sólo vimos descuido y atraso, a pesar de que las tierras andaluzas son las más fértiles de España y su tesoro más valioso. (Farruj, pág. 48.)

Estación del Mediodía, 1920-1930.

La distancia entre Toledo y Córdoba es de cerca de diez horas y, en ese tiempo, nos vimos obligados a cambiar de tren cuatro veces, con el peligro que ello supone para el viajero que no sabe mucho de los horarios de los transportes. Íbamos cual prisioneros, con las ventanas subidas para evitar el polvo y con la puerta del vagón cerrada debido al calor que hacía. (Kurayyim, pág. 92.)

Sí, el calor. Otra de las constantes que encontramos con frecuencia en los textos de estos viajeros y que los hermanan con muchos otros de los visitantes europeos a nuestra capital:

Llegué a Madrid a mediodía del miércoles 17 de julio procedente de Zaragoza y creí estar no ya en El Cairo, sino en Asiut, a causa del fuerte calor y de la falta de brisa. Las personas parecen estar a punto de ahogarse por ese calor tan intenso que continúa incluso después de medianoche. La temperatura de mi habitación era, a las dos de la madrugada, de 30 grados, cifra a la que ni en los meses de julio o agosto llegamos en El Cairo. (Farid, pág. 14.)

El clima de esta ciudad es tórrido en verano y gélido en invierno, así que la mejor estación para visitarla es otoño. La temperatura llega a los 45 grados a finales de agosto. (Al-Batanuni, pág. 18.)

Fuera de la ciudad madrileña, el único lugar de la provincia que visitaron fue, lógicamente, El Escorial, cuyo monasterio es descrito casi por todos en términos admirativos. El sirio Kurd Ali es tal vez el único que expresa otro tipo de sentimientos hacia el monumento:

Su simetría no es exactamente hermosa y su construcción se asemeja a una cárcel tenebrosa o a una mazmorra esculpida en piedra. […] En este monasterio sentí la misma melancolía que sintieron otros antes de mí. El silencio, la paz, el frío, sensaciones que invitan al aislamiento, la reflexión, el recogimiento y el estudio, y que percibes mientras caminas bajo las cúpulas de El Escorial, tan desnudas de arte y adorno, son iguales a las que sientes en las facultades de Oxford. (Kurd Ali, págs. 98-99.)

Muhammad Farid (1868-1919)

Fue Al-Wardani el primer viajero árabe en contar a sus lectores la verdadera procedencia de los fondos árabes contenidos en su biblioteca —noticia escamoteada a los suyos por los embajadores marroquíes, como vimos en el capítulo anterior— y, aunque su visita debió de ser detenida —pues seleccionó trece títulos de obras para ser incluidas en el listado que luego presentaría al sultán Abdülhamit—, el viajero que consagró más líneas a relatar la historia del edificio y de su biblioteca fue el egipcio Muhammad Farid, quien traía el encargo de consultar copias de un manuscrito que se quería editar en El Cairo. Farid aprovechó su visión de la magnificencia del edificio para dolerse de la despreocupación con la que muchos gobiernos árabes se conducían con su legado artístico y cultural. Se trata de una de las raras ocasiones en las que en estas relaciones de viaje aflora una autocrítica hacia lo propio:

En resumen, este palacio de El Escorial y lo que contiene, es lo más bello que edificaron sus reyes. El gobierno español es muy cuidadoso en su conservación, lo mismo que hacen todos los gobiernos de occidente con los palacios, armas o vestimentas de sus antepasados. Pero en los países del islam, cada rey o gobernante que accede al poder, sólo se dedica a vender lo que le legaron sus antepasados […]. (Farid, pág. 24.)

El poco tiempo de su permanencia en Madrid y su predominante interés en llegar a Andalucia y visitar sus monumentos árabes, hicieron que las referencias a aspectos culturales —españoles en general o madrileños en particular— fueran realmente escasas. Con la excepción de Mustafa Farruj —un excelente pintor libanés, formado en Italia— que presentó a sus lectores una admirativa descripción del Museo del Prado —que visitó con frecuencia—, y de Kurd Ali y Shakib Arslan, que llegaron a entrevistarse con pocos años de diferencia con el conocido arabista español Miguel Asín Palacios. El primero conversó con él en su biblioteca madrileña, y el segundo en El Escorial:

Estuvimos varias horas en El Escorial y allí conocimos al gran orientalista, al famoso profesor y sacerdote, Asín Palacios, con quien conversamos de diferentes asuntos. Le preguntamos por qué defendía la tesis de que la novela de Dante, La Divina Comedia, era un plagio de la Epístola del perdón de al-Maarri. Él nos expresó sus opiniones sobre este tema y nos explicó que la semejanza que se producía en muchos puntos no podía ser una mera coincidencia. Nos dijo también que la Epístola había sido traducida al latín, como muchos otros libros árabes, y que suponía verosímil que Dante la hubiera leído. (Arslan, vol. I, pág. 359.)

Ésta fue, a grandes trazos, la imagen que este grupo de viajeros árabes románticos presentó de Madrid. Una imagen generada a través de la interferencia de dos elementos cruciales en la caracterización general del viaje árabe contemporáneo a España. Se trataba, en un caso, de su conocimiento libresco y vital de la cultura europea, un occidentalismo —antes de que este término se llenara de significados negativos— asumido que les llevó a aceptar muy conscientemente gran parte de las opiniones extranjeras —y no precisamente las más favorables— sobre nuestro país. El segundo elemento, mucho más determinante a la postre, fue el interés que durante su visita a España dedicaron a la rememoración y reflexión sobre el pasado andalusí: algo perfectamente entendible dentro de la ideología nacionalista a la que todos ellos se adscribían, y que les empujó a distanciarse —en distintos grados, cierto— intelectual y afectivamente de un país cuyo subdesarrollo y atraso sólo achacaron, a través de análisis con mucha frecuencia superficiales, a la expulsión de los árabes andalusíes.

Hombres cultos, europeizados, preocupados teórica y prácticamente por el avance de sus países, aún colonizados por Francia o Gran Bretaña, pensaron que el modelo de desarrollo moderno ya se lo brindaban las respectivas metrópolis, y el paradigma de esplendor pasado (ya no ajeno, sino propio) quedaba representado por al-Andalus. De este modo, España, comparada con aquel o este modelo, terminaba siempre perdiendo.

Y esta imagen —generada durante el período que se extendió desde finales del XIX a mediados del XX— es la que ha predominado casi hasta hoy. Cierto es que la nómina de viajes árabes a España ha decrecido espectacularmente y que para llegar a saber cuál es la imagen de la España del siglo XXI entre los árabes habrá que recurrir ya a fuentes documentales de muy distinto signo.

***

Notas


[1] Aunque ya antes hubo otras embajadas marroquíes con parecidos objetivos: Idris al-Amrawi visitó España en 1861, Abd al-Salam al-Susi en 1877 y Abd al-Karim Brisha en 1878. No tengo constancia de que alguno de estos viajes se pusiera luego por escrito. [volver]

[2] Ahmad al-Kardudi, al-Tuhfa al-saniya li-l-hadra al-sharifa al-hasaniyya bi-l-mamlaka al-isbaniyuliyya [El espléndido regalo para su noble alteza el sultán Hasan por el reino español] (ed. de Abd al-Wahhab ibn Mansur), Rabat: Publicaciones del Palacio Real, 1963. [volver]

[3] Tal es la imagen que reflejan dos relatos de viajes marroquíes a Francia: Muhammad al-Saffar, Disorienting Encounters. Travels of a Moroccan Scholar in France in 1845-1846. The Voyage of Muhammad As-Saffar (trad. y ed. de Susan Gilson Miller), Berkeley: University of California Press, 1992, e Idriss al-Amraoui, Le paradis des femmes et l’enfer des chevaux (trad. de Luc Barbulesco), París: Éditions de l’Aube, 1992. [volver]

[4] Ali al-Wardani, al-Rihla al-andalusiyya [El viaje andalusí] (ed. de Abd al-Yabbar al-Sharif), Túnez: al-Dar al-Tunisiyya lil-Nashr, 1984. [volver]

[5] A fin de no sobrecargar en exceso el aparato crítico del artículo, sólo citaré el nombre del viajero, el año del viaje y el título de su obra. Para todos los demás datos bibliográficos y de contexto, remito a mi libro, El otro laberinto español. Viajeros árabes a España entre el siglo XVII y 1936, Madrid: Siglo XXI, 2005. Los viajeros a España en el siglo xx (hasta la década de los años treinta) fueron: Muhammad Farid (1901): Min Misr ila Misr [De Egipto a Egipto]; Muhammad Kurd Ali (1922): Gabir al-Andalus wa-hadiruha [El pasado y el presente de al-Andalus]; Muhammad Labib al-Batanuni (1926): Rihlat al-Andalus [El viaje a al-Andalus]; Musà Kurayyim (1927): Ta’thirat siyaha [Impresiones de un viaje]; Said Abu Bakr (1929): Dalil al-Andalus [Guía de al-Andalus]; Mustafa Farruj (1930): Rihla ila bilad al-mayd al-mafqud [Viaje al país de la gloria perdida]; Shakib Arslan (1930): al-Hulal al-sundusiyya fi-l-ajbar wa-l-athar al-andalusiyya [Las túnicas brocadas sobre las noticias y los vestigios andalusíes] y Muhammad Thabit (1934): Yawla fi-rubu al-dunya l-yadida [Periplo por las tierras del Nuevo Mundo]. Ninguna de estas obras cuenta con traducción íntegra al español. [volver]

[6] Tal como aclara el escritor, los datos de la cita están extraídos de un libro de geografía sobre España y Portugal compuesto por el escritor francés Gousset. [volver]