El neomedievalismo islámico en la arquitectura madrileña

José Manuel Rodríguez Domingo

Nota editorial: este artículo fue publicado originalmente en 2011, en el libro De Maŷrit a Madrid: Madrid y los árabes, del siglo IX al siglo XXI, ed. de Daniel Gil-Benumeya, Madrid: Casa Árabe/Lunwerg, 2011. Lo reproducimos aquí con permiso del autor. José Manuel Rodríguez Domingo, colaborador del Centro de Estudios sobre el Madrid Islámico, es profesor del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Granada, donde coordina el Máster Universitario en Tutela del Patrimonio Histórico-Artístico. El legado de al-Ándalus.

El triunfo del Romanticismo y el expansionismo colonial europeo marcaron el progresivo interés por Oriente, ahondando en una realidad ideológica y cultural que desde la Edad Media había sido deliberadamente ignorada por Occidente. El orientalismo proporcionó al individuo romántico el complemento de su insatisfacción y desarraigo respecto a su tiempo y su entorno, hallando en el islamic revival una respuesta formal tan válida como inagotable. Sin embargo, la formulación académica del neomedievalismo islámico en España no se produjo hasta mediados del siglo XIX como resultado de la actividad discursiva de historiadores, críticos y arquitectos. Desde el entorno de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, individuos como José Caveda, José Amador de los Ríos, Pedro de Madrazo o Francisco Enríquez debatieron acerca de la originalidad del «arte árabe» en al-Andalus, estableciendo una primera periodización sobre la interpretación de sus rasgos más representativos, hasta distinguir los principios estilísticos del mudéjar y el mozárabe, e incluso proponiendo su aplicación en la construcción moderna como medio de regenerarla. La literatura de viajes y algunas publicaciones periódicas contribuyeron de igual manera a la difusión del arte y la cultura hispanomusulmanes, marcando los niveles de apreciación no sólo hacia tales manifestaciones, sino también respecto de los criterios que debían primar en la conservación de ese legado. De otro lado, este inusitado interés por el orientalismo entre la sociedad española quedó favorecido políticamente como resultado de las aspiraciones coloniales desarrolladas a partir de la guerra de África (1859-1860).

Y es que tras la valoración del arte hispanomusulmán se apostaban contenidos de todo tipo, siendo predominante el subjetivismo romántico bajo las evocadoras formas de la ensoñación y la fantasía. En el debate de los estilos, el moorish revival alcanzó un grado de asimilación semejante al de otros historicismos como el neogótico. Sin embargo, la variedad terminológica en su definición —neomusulmán, neoárabe, neomudéjar o alhambrismo— refleja la propia complejidad que subyace en el desarrollo de este movimiento, de forma paralela a su interesada definición como estilo nacional, ya como fruto de la introducción de la estética oriental en la Península, ya de su asimilación por parte de la cultura cristiana. En cualquier caso, siempre se trató de una expresión ideológica cuyos rasgos formales nunca quedaron supeditados a códigos unívocos ni estereotipados, demostrando una libertad en su extensión y adaptabilidad tipológica excepcionales.

El alhambrismo escenográfico

Banquete en el Teatro de la Alhambra. Grabado a partir de un dibujo al natural de Juan Comba. El estilo neomusulmán adoptó unas connotaciones de evasión, evocación y singularidad social muy significativas, hallando en la Alhambra el modelo predilecto. El alhambrismo quedó incorporado fundamentalmente al ámbito del interiorismo, como en el desaparecido Teatro de la Alhambra.

El desarrollo del paradigma orientalista por el continente europeo, a partir de la década de 1820, estuvo determinado por la expansión del movimiento romántico y el auge de la cultura comercial. La viveza descriptiva de los harenes otomanos con los que fantasearon los viajeros extranjeros un siglo antes había conducido a la recreación de ese mundo íntimo y voluptuoso en multitud de aristocráticas turqueries. El auge de los viajes por el Mediterráneo oriental, norte de África y España fue progresivamente aquilatando las formas del orientalismo mediante una decoración precisa y abundante, proporcional al grado de ambición científica con el que estas misiones buscaban las raíces de la arquitectura universal. En efecto, los éxitos coloniales del régimen orleanista en Francia inspiraron toda una corriente islamófila que influyó notablemente en el interiorismo de la época. La naturaleza esencialmente escenográfica del style mauresque se introdujo de inmediato en los salones de la élite parisina, promoviendo la fascinación ante sugerentes visiones que evocaban los exuberantes aposentos nazaríes, como reflejara Stendhal en Rojo y negro (1830). La difusión de estos decorados efímeros adquirió tal grado de expansión que pronto se hicieron permanentes, tanto como lo podía ser un revestimiento en yeso policromado o papel pintado con mobiliario de origen magrebí.

Aunque tímidamente desarrollado a finales del período fernandino, sólo a partir de la década de 1840 puede señalarse el auge de estos gabinetes alhambristas en el Madrid isabelino. Como muestra representativa puede citarse la sala que el granadino Luis Frasquero diseñara hacia 1844 en la residencia del comerciante Juan Manuel Calderón, remedo de la Sala de Dos Hermanas de la Alhambra, «única pieza en su género en esta corte»; o aún la sala y antecámara, decoradas dos años después por Joaquín Espalter y Antonio Bravo, emulando la techumbre del Salón de Embajadores del Alcázar de Sevilla, que el agente de bolsa José Buschental introdujo en su residencia madrileña. Por su parte, el eco de las restauraciones en los palacios nazaríes de Granada, centradas entonces en la reconstrucción de la Sala de las Camas del Baño de Comares, debió inspirar la decoración de la sala de reposo de los baños de la calle Capellanes (1844), enlosada de mármol y serpentina, recorrida por un diván y recubiertos de seda los paramentos, cubriéndose con una armadura de madera sobre arrocabe de mocárabes con abertura cenital.

Gabinete Árabe (1847-1851). Aranjuez. Real Palacio. Esta sala supuso la aceptación oficial del alhambrismo en España, modelo decorativo permanente, de inmediato adoptado por la élite madrileá. Concebido inicialmente para el Palacio Real de Madrid, la oposición de Narciso Pascual Colomer derivó el proyecto hacia una de las residencias regias de recreo. la obra, bajo la dirección de Rafael Contreras, fue sufriendo sucesivos recortes presupuestarios que simplificaron y alteraron notablemente el diseño original.

En efecto, el perfeccionamiento en las técnicas de reproducción de yeserías aplicadas a la restauración del legado hispanomusulmán impulsó una pujante industria local en la capital granadina especializada en la producción de los llamados «vaciados de arabescos». Por tratarse de recreaciones exactas de los motivos originales, llegaron a alcanzar un amplio campo de aplicación en la decoración de interiores, coincidiendo con la fase cientifista del orientalismo. Estas placas en yeso policromado contribuían a dotar a los espacios que recubrían de una imagen verista y, por tanto, suficientemente evocadora para la sofisticada clientela que las demandaba. El emblema de esta tendencia vino determinado a través del Gabinete Árabe construido por Rafael Contreras en el Real Palacio de Aranjuez entre 1847 y 1851. Considerado como el «regenerador del pensamiento árabe», el joven artesano granadino se aplicó al ambicioso proyecto de reproducir mediante modelos a escala los palacios nazaríes hasta en sus mínimos detalles decorativos. Concluido el correspondiente a la Sala de Dos Hermanas, sirvió de obsequio a Isabel II de quien logró su autor generosas recompensas, así el nombramiento de «restaurador adornista» de la Alhambra y el encargo de construir el gabinete arancetano. La extraordinaria repercusión alcanzada por esta obra convirtió a su creador en cualificado representante de la vertiente ornamental del moorish revival, que extendió por toda Europa y América. Entre las decoraciones alhambristas realizadas en Madrid merecen destacarse la sala árabe del palacio de Liria, recubierta de yeserías con «los más caprichosos dibujos de la Alhambra»; la serre del palacio de la condesa viuda de Montijo, y las estancias íntimas de la duquesa de Sesto en el palacio de Alcañices; o el patio del ecléctico palacio de Anglada (1878), donde Contreras levantó una aproximada réplica del Patio de los Leones. Otros ejemplos destacables por la trascendencia social de sus propietarios fueron «los salones adornados al estilo oriental» de la residencia madrileña de María Cristina de Borbón, o el baño «de figura circular y pintada á estilo árabe» del palacio de Vista Alegre, más tarde ampliado por el marqués de Salamanca con una galería de estilo «árabe granadino». Esta tendencia mantendría su vigencia hasta la década de 1930, extendiéndose ampliamente entre la sociedad burguesa, como en la casa Lasala, cuyo gabinete árabe —en opinión de Gustavo Adolfo Bécquer— era «verdaderamente delicioso».

No obstante, y frente a la mayor afluencia de otras modalidades del historicismo romántico —caso de los medievalismos cristianos— la aplicación del neomusulmán en Madrid quedó básicamente restriñida durante el período isabelino al interiorismo doméstico. No obstante, se formularon interesantes aplicaciones que no pasaron de la fase de proyecto, tal es el caso del plan para la reconstrucción de la iglesia y hospital del Buen Suceso presentado por el arquitecto Domingo Gómez de la Fuente, en el que dominaba «el gusto árabe» en la armadura ochavada sobre arrocabe de mocárabes que cubría la nave, inspirada en la Capilla Palatina de Palermo. Puede también relacionarse la presencia de decorados orientales en locales comerciales —así la platería de Leoncio Meneses— con la puesta en práctica de modernas iniciativas publicitarias. Pero, sin duda, el referido componente escenográfico, ambiental y lúdico sería predominante en el interiorismo de numerosos establecimientos de ocio. Prueba de la extraordinaria adaptabilidad de los arquitectos de la época en el dominio de los diferentes estilos del pasado, así como de su eficacia a la hora de satisfacer a sus clientes, sobresale la figura de Agustín Ortiz de Villajos, verdadero prestidigitador del eclecticismo. Su dominio del vocabulario arquitectónico y decorativo hispanomusulmán quedó demostrado en el pabellón español de la Exposición Universal de París (1878); pero, especialmente, sobre cuatro espacios para el espectáculo construidos en Madrid, como fueron el Teatro de la Comedia (1875), el Teatro de la Alhambra (ca. 1878) —con su laberinto de espejos que emulaba el bosque de columnas de la mezquita cordobesa—, el Circo-Teatro Price (1880) y el Teatro de la Princesa (1885), hoy dedicado a María Guerrero. Si bien la mayor parte de estos locales quedaban revestidos externamente de diseños clasicistas, en el Price y otros establecimientos recreativos como el frontón Beti Jai o el Salón Rusia —en el Madrid Moderno— quedó integrada la decoración interna con las fachadas exteriores, lo que permitiría definirlos como edificios neomusulmanes.

La «arquitectura neomusulmana»

Pabellón Árabe de la Exposición Nacional de Minería (1883). Madrid. La arquitectura conmemorativa acudió con frecuencia a los diseños neomusulmanes, como en este pabellón erigido en el Parque del Retiro para la Exposición Nacional de Minería, Artes Metalúrgicas, Cerámica, Cristalería y Aguas Minerales, para el que se construyó también el cercano palacio de Velázquez. Ya en 1857 se había levantado en Madrid un pabellón arábigo para la Exposición de Agricultura y el éxito alcanzado lo convirtió en modelo apreciado tanto para la construcción de quioscos permanentes (Ciudad Lineal), como en los pabellones que representaron a España en diferentes Exposiciones Universales.

El orientalismo halló en la arquitectura efímera uno de sus ámbitos de aplicación predilectos; fue recurrente el interés por lo exótico en los decorados de las celebraciones públicas, familiarizando así a la sociedad madrileña con las formas del arte islámico e interesándola por la cuestión colonial. Así, con motivo de la entrada del ejército vencedor de la guerra de África, la fachada del palacio de Santa Cruz quedó oculta tras una estructura «gótico-nazarí». Más tarde, el banquero José Campos erigió ante su palacio del paseo de Recoletos un monumental arco de «estilo árabe» para celebrar la llegada de Alfonso XII en 1873. De igual modo, encontramos abundantes referencias a decorados «arábigos» en los pabellones de ferias y certámenes celebrados en la Corte, modelo de los que pronto se levantarían representando al país en las Exposiciones Universales.

De este modo, la exótica gramática ornamental del arte islámico fue asumiendo una mayor introducción física y tipológica, hasta envolver por completo al edificio. En este sentido, cabe señalarse la construcción en el madrileño paseo del Prado de una obra emblemática, hasta su demolición, de la tendencia neoárabe en España como era el palacio del acaudalado José Xifré Downing. Encomendada su traza a Émile Boeswillwald, el arquitecto francés concibió la exuberante mansión —concluida en lo esencial hacia 1869— como una síntesis de las principales aportaciones espaciales y ornamentales de la arquitectura islámica, bajo el llamado «orientalismo a la francesa», en modo análogo a como concibiera la Chapelle Impériale de Biarritz. El edificio era, en opinión de la crítica contemporánea, una «imitacion feliz en sus detalles, ni feliz ni mucho menos en su conjunto, de la maravillosa arquitectura arábiga». Pero la falta de coherencia arqueológica se justificaba como expresión del eclecticismo neomusulmán, pronto extensible al conjunto de la arquitectura neoárabe española, y cuya aceptación venía razonada por seguir modelos nacionales, esenciales para acabar con el período de transición del «eclecticismo desprestigiado» e inaugurar una nueva era. De otro lado, se hallaban los poderosos valores psicosociales como verdadera justificación de la vigencia de este historicismo hasta el movimiento moderno. Como ejemplo de casa de vecindad, aún conservada en la capital, encontramos el edificio de la calle Campomanes sobre cuya fachada se ordena una simétrica sucesión de vanos enmarcados por arcos de herradura y decorados con vaciados en yeso. Un esquema similar presentaba el pabellón de aguas levantado en 1873 por Joaquín Castellá en su fábrica de cervezas La Deliciosa.

Palacio Xifré (1862-1865). El estudio parisino de Émile Boeswillwald combinó en esta mansión elementos ornamentales de inspiración norteafricana con otros alhambristas, amueblándose con antigüedades orientales. Las sesiones de los teósofos madrileños, liderados por José Xifré Hamel, tuvieron aquí su sede; del mismo modo que las celebérrimas fiestas orientales organizadas por la excéntrica Trinidad Iturbe. (Foto: J. Laurent, coloreada por @latinapaterson)

No obstante, con el auge de la construcción en ladrillo, el neomedievalismo islámico en la arquitectura residencial madrileña iría atenuando la intensidad de su exotismo, quedando propuestas cuya ambigüedad las ha orientado tradicionalmente hacia una errónea adscripción neomudéjar. Como ejemplos conservados pueden citarse el palacete que Enrique Fort diseñó para el coleccionista de cerámica musulmana, erudito y político Guillermo Osma (1889), actual sede del Instituto Valencia de Don Juan; o la caprichosa villa que el pintor y restaurador Manuel Laredo Ordoño concibió como casa-estudio propia en Alcalá de Henares (1884), que hoy alberga el Centro Internacional de Estudios Históricos Cisneros.

La vertiente neomudéjar

Los proyectos urbanos acometidos en Madrid durante el último cuarto del siglo XIX resultaron claramente deficientes frente a los indiscutibles avances en las técnicas edificatorias, de las que —entre otras— quedó desterrada la construcción entramada, sustituida por la fábrica de ladrillo atada con cadenas del mismo material y unidas con cemento. La tradición en el empleo de este material cerámico sin revestir en la arquitectura madrileña había contribuido a conformar la fisonomía urbana de la Villa y Corte hasta convertirse en seña de identidad, revaluada en el siglo por Juan de Villanueva y sus seguidores. La vigencia de su empleo venía avalada tanto por su viabilidad, ligereza, durabilidad y resistencia, como por su economía y variedad de acabados. De otro lado, la progresiva sustitución de la retórica academicista frente a la sobriedad del racionalismo violletiano determinó la tendencia favorable hacia exteriores aparentemente pobres, pero cuyo pragmatismo constructivo les otorgaba una indiscutible dignidad, como demuestra la proyectiva de Antonio Flórez.

Palacio Laredo (1881-1884). Alcalá de Henares (Madrid). Concebido como casa-estudio por el pintor Manuel Laredo, engloba abundantes referencias medievalistas de una gran riqueza decorativa. Varias estancias aparecen recubiertas de yeserías y zócalos imitando alicatados, junto con elementos originales procedentes de iglesias y palacios de Guadalajara, Santorcaz, Loranca, Zaragoza, Jaén o Alcalá. (Foto: losmininos. Wikimedia Commons.)

Como excepción destacan un nutrido conjunto de proyectos, encabezados por la plaza de toros construida en 1874 en la antigua carretera de Aragón, donde la vertiente neomudéjar quedó institucionalizada en modo similar a como el Gabinete de Aranjuez lo hiciera respecto del interiorismo alhambrista. Aun no tratándose del primer ejemplo en este sentido, su carácter monumental la convirtió en modelo para la mayoría de los cosos levantados con posterioridad en la Península Ibérica y América. Como antecedente inmediato puede situarse el modesto coso construido en el barrio de Tetuán, ampliado en 1900. El refrendo crítico de la época resultó determinante en la aceptación unánime de la tendencia, siendo descrito como «un edificio elegante y bello, de correcto estilo mudéjar», recorrido por galerías y palcos soportados por columnas de fundición en «estilo árabe». Aunque este carácter distintivo le fuese atribuido al arquitecto Lorenzo Álvarez Capra, resultaría innegable la habilidad técnica y el talento artístico de Emilio Rodríguez Ayuso para traducir en piedra los lenguajes del pasado combinándolos con el ladrillo, material que manejó de un modo notable. Considerada insuficiente para albergar a la numerosa afición taurina que acudía a la Monumental madrileña, en 1918 se decidió la construcción de una nueva plaza en las Ventas del Espíritu Santo cuyo diseño correspondió a José Espeliús, quedando encomendada su decoración a Manuel Muñoz Monasterio. El esquema general remitía directamente al modelo que pretendía sustituir, con muros exteriores de ladrillo visto animado con cerámica vidriada y entramado metálico sustentando todas las piezas. La aplicación tipológica de la arquitectura de ladrillo bajo una pretendida inspiración arábiga resultó extraordinaria, destacando por su originalidad la desaparecida fábrica Gal (1915), proyectada por Amós Salvador Carreras, y considerada en su tiempo la factoría más bella de Madrid, para la que se recurrió a un original repertorio formal que combinaba los arcos túmidos, entrecruzados y escalonados, con aplicación de detalles cerámicos y una brillante cúpula coronando el pabellón angular.

Plaza de Toros Monumental de las Ventas (1919-1930). Madrid. El nuevo coso, de estilo neoarábigo, que vino a ampliar el construido en 1874 en la antigua carretera de Aragón, se proyectó según el exitoso modelo trazado por Rodríguez Ayuso y Álvarez Capra, si bien introduciendo novedades técnicas en su monumental estructura. Todo ello sirvió de modelo a las plazas de Santamaría (Bogotá, Colombia) y Maracay (Venezuela).

No cabe duda que la definición académica del estilo mudéjar había proporcionado los fundamentos ideológicos necesarios a una tradición constructiva especialmente válida en el Madrid del Ensanche, donde era preciso edificar a gran velocidad y con bajo coste. En efecto, el extraordinario aumento demográfico experimentado durante el último cuarto del siglo XIX determinó el crecimiento urbano de la capital mediante la ordenación de nuevos barrios como Chamberí, Salamanca, Alfonso XII y Príncipe Pío (Argüelles). Sin embargo, el incremento inmigratorio de obreros de escasos recursos motivó su instalación en núcleos espontáneos y exteriores a los sectores de ampliación, en todos los cuales se hacía indispensable la dotación de edificios de carácter religioso y asistencial —como iglesias, conventos, colegios, hospitales y asilos— al amparo de la política concordada con la Santa Sede. Las urgencias constructivas motivaron el recurso al ladrillo como material básico, así como la dignificación estilística que suponía aplicar el simbolismo tipológico de las parroquiales mudéjares toledanas, a cuya diócesis perteneció la capital hasta 1885. El neomudéjar aplicado a estas construcciones incorporaba una serie de connotaciones ideológicas de las que carecían otros medievalismos, pues a los propiamente espirituales unían el componente nacionalista, por tratarse lo mudéjar de un fenómeno propio del arte español.

Iglesia parroquial de San Fermín de los Navarros (1891), en el paseo de Eduardo Dato, Madrid. La arquitectura religiosa y asistencial erigida en el último cuarto del siglo XIX recurrió frecuentemente al estilo mudéjar, apreciado por aunar tres importantes premisas: arte derivado del hispano-musulmán, era capaz de sincretizar elementos medievales cristianos y aplicaba materiales económicos y de rápida construcción como el ladrillo.

Tanto en elaboración simple como integrada con elementos procedentes del medievalismo cristiano, los ejemplos de arquitectura en ladrillo visto fueron especialmente abundantes en la región madrileña, por lo que nos centraremos sólo en aquellos donde las referencias musulmanas son dominantes. Entre los templos que aplicaron estos elementos con un mayor grado de interés arqueológico pueden destacarse las parroquiales de Santa Cristina (1906) y San Matías (1878) en Hortaleza, obras ambas de Enrique María Repullés, donde la torre-pórtico jugaba un papel ordenador preponderante. Por su parte, la iglesia de San Fermín de los Navarros (1891), de Carlos Velasco y Eugenio Jiménez Corera, mostraba el alto grado de perfeccionamiento técnico y formal que alcanzó la ornamentación en ladrillo, hasta constituir uno de los primeros edificios donde el mudejarismo se presentaba como historicismo erudito. El esquema de dos torres a los pies sería empleado en la capilla del colegio Santa Susana (1888), en la iglesia de San Pedro el Real o de la Paloma (1896), en la parroquial de la Milagrosa (1904) y en la iglesia de la Buena Dicha (1917). De otro lado, Juan Bautista Lázaro de Diego, considerado como el introductor en Madrid de las bóvedas tabicadas de ladrillo —«a la catalana»—, aplicó este procedimiento con éxito tanto en viviendas como en la capilla del colegio de las Ursulinas (1898) o en la iglesia del asilo de San Diego y San Nicolás (1906), donde las referencias musulmanas se limitarían a la forma de los arcos. Más tímidos a la hora de revelar su inspiración musulmana serían el Hospital del Niño Jesús o las antiguas Escuelas Aguirre —sede actual de la Casa Árabe—, inspirada en el palacio del marqués de los Salados, obras ambas de Rodríguez Ayuso.

Las Escuelas Aguirre (1881). Madrid. La actual sede de Casa Árabe puede señalarse como muestra de la base racionalista en ladrillo. Incorpora una esbelta torre, destinada originalmente a observatorio meteorológico, con variado aparejo de inspiración mudéjar. (Foto: Casa Árabe.)

En efecto, la arquitectura residencial madrileña de filiación neomudéjar gozó de una extraordinaria pujanza en las últimas décadas del siglo XIX, conservándose aún el edificio de viviendas de la calle Toledo o la conocida como Casa de las Bolas (1885), en la confluencia de las calles Alcalá y Goya. En este caso, los llamativos chaflanes circulares fueron diseñados por Julián Marín, repitiendo este modelo a escala en las viviendas unifamiliares del Madrid Moderno. Los hotelitos de la primera fase de la colonia (1890-1892) presentaban vistosas fachadas de ladrillo visto bicolor con aplicaciones cerámicas, centradas por un cenador de hierro fundido, y torreones circulares en los ángulos de la manzana. El cronista Pedro de Répide describía el conjunto «de un estilo un tanto chocarrero», mientras que para Azorín resultaba «todo chillón, pequeño, presuntuoso, procaz, frágil, de un mal gusto agresivo, de una vanidad cacareante, propia de un pueblo de tenderos y burócratas». La generalización de un juicio adverso, unido a la imposición del urbanismo especulativo durante la segunda mitad del siglo XX, propiciaron la sorda desaparición de un patrimonio que —como expresara Vicente Lampérez— respondió en su tiempo «a un profundo y sentido movimiento patriótico que trata de resurgir lo tradicional y genuinamente español, buscando por ese camino, más razonadamente que por el extranjerizo, llegar a la formación de un estilo moderno nacional».

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Bibliografía

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